Retazos de mi Latinoamerica…

Entre el sol y la Sal, duerme Tunupa

El llamado de un encuentro solitario con la montaña se había despertado en mí. Una extraña impaciencia me impulsaba a encarar alguna ascensión plena, acaso llena de soledad. La respuesta la encontré en TUNUPA, un volcán en las estribaciones noroccidentales del salar más grande del orbe, conocido como Uyuni, pero que originalmente se denominara Tunupa e incluso también Micataica, en lengua Aimara.

Montaña sagrada del salar, centinela de poblados chullpas (antiguos) y custodia de los actuales, que menudamente habitan en la base de sus faldas rodeándola de vida rústica y fundamental. Laderas generadoras del milagro de la siembra de la quinoa y otros cereales en la tremenda sequedad que brota de un mar de sal blanquecino, infinito, encantado, quizá insospechado e inconmensurablemente bello.

Tunupa, me llamaba, y allí fui, a su encuentro, o tal vez al mío.

La Flota

Sin querer me encontré colgada de una torcida escalerita del autobús (o «flota» como lo llaman por aquí) en el que me disponía a viajar al interior del salar. Una señora redonda en capas y capas de polleras había entrado al interior del coche pidiendo ayuda para subir sus pajas. «Por favorcito algún caballero que me ayude a ubicar mis pajitas en el techo de la flota», había solicitado. Al cabo de varios segundos, ni un representante de Adán había movido un pelo respondiendo tal pedido. Podría  asegurar que si en vez de paja, hubieran sido cervecitas, sobraban voluntarios. Ante las circunstancias, puse mi humanidad a disposición pronunciando ante la comunidad del rodado «señoras, indefectiblemente el mundo será de las mujeres» y marché hacia afuera dejando ruidosos aplausos y risas de las cholas.

Pronto, mi cuerpo se vio tambaleando en cada fardo de paja que la señora  me tiraba a la escalera y yo revoleaba como podía al techo, que luego atajaba Joni, el chofer de la ruta intersalar a los pueblitos más alejados de este blanco e incandescente mar de sal. Un lindo ser humano con cierta carencia auditiva y al que había que gritar un poco cerca del oído al hablarle. ¿Pero, quién necesitaba tanto oído en su faena?, ¿para qué oír  los reclamos de pasajeros siempre inconformes? Su vista importaba mucho más que unos buenos tímpanos, ya que la extrema reflectancia del salar cansa,  ciega, duerme. Y por otro lado, es digno de absoluta sorda y muda contemplación.

Cincuenta y tres bolivianos, cientos de fardos arrimados en los pasillos y Griselda en el bus atravesando desde el este al norte todo el salar, derechito a donde nadie suele ir, a las ramificaciones del norte  de este inmaculado océano de sal.

La Persi

¿»y usted a donde va»? me preguntó Perciliana, mi compañera de asiento. «voy al Tunupa, a su cima misma y luego al noroeste del salar a visitar unas cavernas y el Pucará de Chiquini, donde antiguamente hubo un pueblo de chullpas» le respondí. «yia, pero como así, ¿solita?, «Pues sí, esta vez mi propia compañía me basta». Y así, conversando con la Persi (que mezclaba cada dos por tres, quecha y español) terminó invitándome a su vivienda, en el poblado de Coqueza (3740mts), asentamiento donde se puede ver en una cueva a siete  momias en sus estructuras funerarias y también lugar desde donde podría iniciar un largo día de ascenso al Tunupa.

Al rato de rodar y rodar en la sal,  apareció en el horizonte, casi como una alucinación, reposando manso y eterno mi volcán en cuestión, que según la leyenda y los locales se trata de una mujer.

La noche fría me atrapó en el adobe de la casita de Persi  junto a una activa salamandra que nos calentaba. El excremento de sus llamitas era el combustible para alimentar el fuego. Persi era una pastora eximia, capaz de pastorear 100 llamas y otro tanto de ovejas a la vez. Durante la noche me abrase a quizás el objeto que más me ha servido y he anhelado diariamente en lo que va del viaje: ¡mi bolsa de agua caliente!. Un regalo que mi madre me concedió antes de partir y que sin lugar a dudas ha brindado felicidad a mis heladitos pies.

Rugidos latentes

La mañana destinada al ascenso, Persiliana me dio te de yuyito y dos panes, los cuales guarde junto a dos chupetines, una pequeña bolsita de coca y un litro de agua. Cuando los bastones estuvieron a la altura y mi mochila abrochada, la Persi dijo algo que mejor hubiera sido no escuchar: «me quedo un poco preocupada niña de que vaya solita a la altura, es que hay pumas por ahí que se comen las llamitas». Imaginar mi expresión ante tal inoportuna noticia. Que uno tenga cuidado en las cornisas, el enojo del viento, las señales del camino, incluso la aparición de un hombre con intensiones morales sospechosas, son tareas mediamente controlables, pero escapársele a un puma, la cosa cambia.

No iba a declinar mis ganas por Tunupa, así que rápidamente pregunté «y dígame persi, ¿qué truco tiene la gente local para espantarlo?» «y mire, si el puma esta hambreado, no creo que se espante con nada, pero intente regresar antes de que el sol este muy abajo, es a esa hora que más salen» intento apaciguar un poco el drama. «Aquicito la espero» me dijo. Y emprendí camino con la cómica y trágica imagen de Griselda bajando a los tumbos mientras las garras de un puma orillaba mis espaldas, imagen que luego desapareció ante lo que pretendía un día mágico y fue reemplazada por la imagen de las manos de mi abuelita Edith, que al día siguiente un nuevo aniversario agregaría a su vida.

Un volcán hembra

La leyenda de Tunupa dice «que mucho antes de que hubieran montañas y que el valle fuera un salar había una mujer muy bella y coqueta llamada Tunupa que seducía con su hermosura a los valientes Cora Cora, Chillima y Cuzco.  Un día Chillima y Cora Cora pelearon entre ellos por el amor de Tunupa; al primero se le rompieron los dientes y al otro la vejiga.  Al final Tunupa prefirió a Cuzco, con quien se casó y procrearon un hijo, pero a pesar de esto Tunupa no dejó de coquetearle a Cora Cora y a Chillima.  Esto molestó mucho a Cuzco, quien decidió marcharse llevándose al niño lejos de su madre; Tunupa al quedarse sola y desconsolada derramó su leche materna sobre el gran valle, formando el salar e inmortalizándose en una montaña.   Cerca de ella también están Chillima y Cora Cora, el primero tiene la cima de forma irregular y parece que le faltan dientes, y al segundo le brota tanta agua que dicen que tiene la panza rota; esto fue el resultado de la pelea por el amor de Tunupa. Al otro lado del salar, lejos de Tunupa, yace Cuzco y su hijo, dos montañas que están juntas, la más pequeña es parecida a Tunupa, la madre.»

Rumbo azul

Y pensando en la mitología caminaba hacia el cielo, entre sendas en medio de las cuadriculas de quinoa, pircados, matitas, rocas y suelos quemados. Y mientras más metros ganaba, los 12.000km cuadrados del imponente salar empezaban a mostrar su infinitud, grandeza, poderío, ante un ser humano que le debía respeto continuo, por las vidas que se ha llevado debido al frio y la desorientación, por las lagrimas que ha arrancado a visitantes de todo el mundo, por la perfecta belleza de su geométrico blanco suelo, que se tiñe de naranjas cuando el sol muere y de azules cuando la luna nace.

Y mi camino seguía y las siluetas de  los pueblitos aparecían,  los hilos de las vertientes se marcaban,  las huellas de las rutas en el salar se apreciaban. Y ese elemento de la naturaleza llamado viento crecía y chiflaba con fuerza a mis oídos dando sobresaltos a mis piernas. De vez en cuando las palabras de Persiliana aparecían raudas, pero me embriagaba el escenario y los pumas persiguiéndome y asomando de alguna cueva pasaban al olvido.

La cima llegó luego de una caminata en cornisa de piedras sueltas y crestas filosas. «El Torreón del Inca» se veía escarpado e inestable. Sagrada cúspide, los locales no osan llegar hasta ella, así que la cima de Tunupa, para quienes no pertenecemos al mundo divino está un poco más abajo. Las márgenes del Salar son una meca para arqueólogos, geólogos y otras ramas científicas, se localizan vestigios, centros ceremoniales, fortalezas, chullpas que datan de un pasado mucho  más remoto que antes de Cristo.

Grandeza

Al parecer el paso de los años adelgaza la corteza de nuestras emociones, indudablemente la mía se vuelve cada vez más fina y mis inclinaciones por verme rodeada de la naturaleza se hacen cada vez más evidentes.

 Buscada eso que hace que la soledad sea tangible, paradójicamente pletórica, acaso de sentimientos poco explicables. He estado en lugares vastos, pero quizás éste, desde la cima del Tunupa, sea el mejor ejemplo de lo que significa  inmensidad.

Gente viajera, aventurera, curiosa, a seguir buscando adentro, encontrando afuera…o buscando afuera, encontrando dentro.

Griselda Moreno (Periodista y Fotografa de Aventuras)

 

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