El siguiente relato fluye entre un corredor patagónico y su constante arrojo para sortear por sus propios medios las barreras naturales y el acontecer en éstos dos cerros, cuyos encantos causaron la promesa de un niño cumplida veintiséis años más tarde.
A lo largo de mi vida, varios cerros han cautivado mi atención. Sin embargo, el que siempre estaba presente en el horizonte de mis dibujos o en mis auto impuestos desafíos personales era el Picacho, el que se impone majestuoso en la ladera sureste de los cordones montañosos de Chile Chico. Este, desde el sur se visualiza como una piedra gris flanqueada por estilizadas formaciones rocosas. Visto desde el norte se aprecia como un cerro sombrío que tiene por vecino al prominente cerro Pirámide, de mayor colorido, y el que por años despertó la especulación de ser un volcán dormido.
Aquel sábado treinta y uno, el tiempo pintaba para nublado, lo cual indicaba que los cerros estarían frescos y con viento, aunque en Chile Chico este pronóstico es una lotería. Desayuné abundante como para ir a la guerra y preparé el equipo, que consistió en ponerme camiseta, pantalón desmontable grueso, polar, parka, y dos caramañolas de litro colmadas de agua. Para el estómago llevaba dos alfajores argentinos, otro par de Súper 8 y cinco caramelos. Nada más, pues tenía que marchar rápido si quería subir y bajar dos cumbres el mismo día. En esta oportunidad, debutaba en territorio tehuelche mi pequeña mochila Salomón Revo, y probablemente se jubilarían o morirían mis zapatillas Tiger. Con un dejo de sentimentalismo recordé mis Columbia tranqueando como «bueyes cuesta arriba» en la pasada ultramaratón de Lican Ray. Por segundos cruzó por mi cabeza la idea de llevar zapatos de trekking y no mis tranqueadotas. Sin embargo, valoré que pese a ser una «marcha y no una carrera» los méritos de las zapatillas obligaban a calzarlas.
Antes de salir del rancho le dije a la tía Teresa: «así es la cosa, marcho por detrás de la Cueva del Indio hasta casi al frente del aeropuerto, y desde allí encaro a lo derecho al Picacho y luego al Pirámide. Nada de desvíos ni descansitos, ya que estaré de regreso a la once treinta de la noche a más tardar». Asumo que la tía estaba muy preocupada, pero le enfaticé: «estaré a las once treinta sí o sí, y si puedo la llamo. En caso que llamen mis padres dígales que me fui a los montes». Así, sin más preámbulos, a las diez quince minutos de la mañana me lanzaba solitariamente a alcanzar mis metas.
Subiendo los valles
En casi treinta minutos de trancos, a mi espalda disminuía su tamaño el lago General Carrera. A mi diestra me abofeteaban algunas ráfagas de viento que terminaban estrellándose en los duraznillos. «Que sensaciones». «Esto si que es vida» exclamaba por instantes. El colorido del paisaje invitaba a tomar las primeras fotos. Los azulados calafates me ofrecían múltiples opciones, recortados contra el tempranero cielo gris, enmarcados en un verde valle de cardos, o bien contrastándolos con la rojiza Piedra del Indio.
Prosiguiendo mi rumbo al segundo valle subí una larga cuesta arenosa, la cual testea inmediatamente «pantorrillas, muslos y paciencia». En estos pasos estaba cuando mi naturaleza humana comenzó a espuelearme imperiosamente como diciéndome: «para que caminas si puedes correr». Pese al frío me quite el polar esperando amilanar esta tentativa, pero sucumbí, y en menos de cuarenta y cinco minutos de haber salido a caminar desmontaba mi pantalón y comenzaba a correr lentamente bordeando los aleros de los cerros, con la esperanza de encontrar alguna punta de flecha.
Llegando casi a la primera hora de recorrido, hice una detención en el mismo lugar donde cinco años atrás mi perro Hetairo recogió azarosamente una piedra que resultó ser una especie de raspador tehuelche. Luego de gritar su nombre al cielo apuré el paso con la nostalgia de tranquear la huella sin la compañía de ésta amigo que ganó su nombre por marchar o correr siempre en primera fila, cortando viento, lluvia y nevazones.
Al cabo de otro tiempo de trote, me detuve nuevamente frente al puesto de un baquiano sin sombra de moradores. Contemplé la sencillez de un corralito de silencio, algunos álamos guachos y un cerezo retorcido por el viento. Descubrí además que desde un arbusto me miraba vigilante y curioso un tipo de aguilucho de pecho blanco, que temeroso de mis silbidos e intentos por comunicarme echó a volar rasante a favor del viento, perdiéndose entre un valle de pastos amarillos y densos. Luego de esto, torcí mi rumbo al sur, aleonándome en mi osadía de encarar de frente un par de cerros que mandó de vuelta abajo a «varios capitos». A medida que agrandaba las zancadas y subía a lo caballo comenzaban a desvelarse los primeros colores del Picacho, pero súbitamente desaparecía de mi vista el Pirámide, lo cual me asustó por unos segunditos, aunque luego me aclaré al recordar las nociones de perspectiva, las hipotenusas, Tales de Mileto y otros asuntos afines.
Más que hallazgos compañeros de ruta
Saltando un alambrado encontré un vara, o «dicho en buen criollo un palo, pero flor de palo», porque era casi un bastón hecho a la medida. Posteriormente bordeando el lado oeste de un cerro di con unos jóvenes pinos, los cuales me hicieron reír, pues estaba frente a un serendipity, vocablo un tanto chistoso aprendido en la universidad, ideal para referirse a éste tipo de hallazgos inesperados.
Corría, saltaba y esquivaba matas y arbustos espinudos. Sentía a ratos cuando los molles rasgaban mi piel por algún lado, pero mi entusiasmo superaba todo hasta ese momento, sobretodo a las tres eses: sol, soledad y sed. Entiéndase por soledad a correr sin algunos de mis perros runners, y no en desmedro de lo inhóspito del lugar, ya que ésta particularidad es el noventa y nueve por ciento de la aventura.
Mientras tranqueaba me daba maña para anticiparme a la geografía e iba estudiando los cerros durante tres o cuatro segundos y luego los rumbeaba buscando alguna huella animal o bien el lado menos asoleado. De pronto, un cerro en V me proponía bajar una quebrada y volver a subir unos ochenta metros, o bien hacer un rodeo. Obviamente no estaba para rodeos, así que escogí descender gateando por donde existían algunas matas con el simple propósito de «tener de donde agarrarme en caso de, o bien rebotar más blandito en caso de». Por fortuna nada malo ocurrió y mi osadía fue premiada con unas fotos que hice a unas flores amarillas que crecían al borde de un río seco entre frondosas Colas de Zorro.
Antes de terminar de escalar la nueva quebrada, escuché un relinchar lejano que no alcancé a procesar con certeza, ya que mi oreja baquiana estaba un poco lerda y reencontrándose con los sonidos de mi territorio tehuelche. Ya estando en tierra firme intenté buscar el origen de éste ruido pero la bastedad de los parajes disminuía cualquier atisbo de vida animal, por cuanto continué corriendo cerro arriba. Para mi sorpresa, me topé con un largo valle montañoso de pendiente leve, y de entre unos arbustos salieron a relincharme tres caballos que pastaban en el mallín. En el acto, intenté hacerme amigo por algunos minutos, logrando acariciar a uno colorado con una estrella blanca en la frente. Seguidamente mientras tomaba unos sorbos de agua aterrizó a mi lado un pajarito exhibiendo su buena pinta y confianza. Canturreo unos segundos y se echó a volar. Luego de estas apariciones mi ánimo se regocijaba bajo el cielo azul, cada vez más cerca del objetivo.
Los cerros de mis dibujos
En virtud de la rectitud que le imprimí a mi rumbo la ironía me gastaba malas jugadas, ya que por momentos me encumbraba con celeridad a tranco firme y posteriormente debía bajar con lentitud para cambiar de cerro o bien buscar laderas firmes y seguras. Razón por la cual opté primero por rearmar mi pantalón para bajar del todo y correr orillando un pequeño arroyo colmado de bolones, pedregullo y milenarias piedras filudas que alertaban la consecuencia de un tropiezo. Conciente de lo anterior y de forma más pausada continué el trote serpenteando este hilito de agua que emanaba de una vertiente y fluía entre dos cordones montañosos que me llevaron directo a las faldas del Picacho.
Así, a escasos mil metros del Picacho y otros tantos del Pirámide, mi mente se entrelazó con recuerdos y realidades que a contar de ese momento vivirán por siempre en mi, y que generaron in situ un breve soliloquio: «che amigazo, está parado frente a los cerros que ha dibujado toda su vida. Tome buenas fotos porque sus paisanos no le van a creer todo lo que cuente. Ojo, en este tramo de piedras sobrepuestas no camina o sube un bicho cualquiera, ni de cuatro ni de dos patas. Concentración en el paso y evite ser su propio enterrador porque puede quedar sepultado a lo tehuelche en dos tiempos. Recuerde el grito del juego de la taba «varón que ha sido prudente».
Luego de estas vividas reflexiones, repuse agua en una caramayola y ascendí cuidadosamente en diagonal. La pendiente fue aguda, soleada y por que no decirlo muy romántica, pues cada tantos metros podía ver que entre los requeríos crecían pequeñas flores amarillas, las que aumentaban el encanto de la travesía. Al contemplarlas dentro de la inmensidad del valle, contrastadas armoniosamente entre el azulado horizonte del lago y el cielo, por unos instantes rememoré la banda sonora de Romeo y Julieta, y también el tema Wonderful Tonight.
Siempre tranco arriba, colmado de entusiasmo y alegría llegué a los pies del Picacho, localizándome en el centro del cerro exactamente a las tres de la tarde de ese memorable día. Al voltear y ver hacia abajo evalué mi ruta como bastante acertada para el propósito de combinar carrera y algo de trekking, aunque realizar este ejercicio visual me causaría un poco de cansancio. Simplemente estaba extasiado de las impresiones que me provocaba la abundante belleza natural y los contrastes entre la vida que literalmente afloraba en esos parajes y los entornos agrestes de los valles milenarios. De pronto tomé un poco de aliento y dirigí mí vista hacia este cerro inspirador, observando sus múltiples columnas de piedra rectilíneas, las que pendían casi desde el mismo cielo.
Luego de hacer algunas fotografías llamé a mis hermanos para cachiporrearme un poco. Pero ni Leo ni Marcelo atendieron; probé con mi padre, pero tampoco lo localicé. Sin embargo cuando marqué a mi madre enseguida me atendió y anticipándome a alguna observación o llamada de atención le dije: «estoy OK, hablo bajito porque es un inmenso cerro y tiene pinta que se vendrá abajo». Ella quería insistir en hablar más y hacer preguntas pero tuve que cortar el cotorreo. Luego llamé a la tía Tere, a quien le repetí muy bajito «estoy en el Picacho, todo OK, chao». Puede parecer exagerado éste comportamiento, pero en las siguientes líneas entenderán que a veces los montes o cerros tienen vida.
Dios se impuso a la naturaleza
Bordeaba lentamente la ladera este del Picacho intentando buscar algún sendero o huella que me permita escalarlo. De pronto, súbitamente un guanaco localizado en la parte oeste del Pirámide relinchó reclamando su territorialidad. Sorprendido me dediqué a observarlo por algunos minutos y en cuanto me dispuse a caminar echó a correr en busca de su manada que ya corría presurosa a su encuentro. Hacía veinte años que no veía y escuchaba a los guanacos en vivo, y si en esa oportunidad no me causaron miedo manadas de centenares no lo harían cinco escandalosos. Aunque debo reconocer que el líder de esta manada tenía su genio.
En cuanto quise hacerles fotos el grupo se dispersó rumbeando al norte del Pirámide y otro ejemplar se desplazó hacia la misma ladera del Picacho por la cual yo caminaba, corriendo en dirección sur a tal velocidad que en segundos se salió del lente de la cámara y lo perdí de vista.
Luego de esto continué la marcha por el sendero que claramente era de éstos animales, hasta que nuevamente escucho el relincho del ejemplar que rumbeó hacia mi, más otro que le acompañaba. Desde donde yo estaba detenido, ellos estarían en diagonal a unos cuarenta metros de distancia, y a otros treinta de altura, posados cómodamente sobre el Picacho. Sin pensar, o mejor dicho en esos momentos «de adrenalina» opté por subir, pero no sería para ganar altura o fotografiarlos con mejor ángulo. Más bien era mi naturaleza que otra vez me hacía el mismo jaque a la conciencia de veinte años atrás, sólo que esta vez el animal no era un huemul. Ahora que escribo estas líneas me doy cuenta de ello y de las consecuencias.
Utilicé nuevamente la técnica del caballo, es decir, correr a tranco firme por la pendiente y detenerme sólo cuando llego a la cúspide de donde deseo llegar. Terrible error y por poco fatal porque alcancé a dar tres zancadas y en la cuarta se me vino abajo una avalancha de rocas que arrastraba unos quince metros de cerro. Por fortuna, atiné a correr velozmente hacia el lado izquierdo y no hacia abajo del cerro, logrando así zafar de una muerte segura. Luego de esto, y pese a los insistentes relinchos de los dos guanacos mi espiritualidad se hizo presente y dije «Rodrigo, es momento de hablar con Dios, aquí y ahora». Así que recé, agradecí las cosas buenas de mi vida y la nueva oportunidad que me había brindado de seguir en este mundo.
Ya no me importó la cumbre del Picacho. Quedaría para otra oportunidad. A los guanacos les grité sus palabrotas, pues me resultó humano dejarle saludos a su parentela. La explicación que supuse de lo acontecido fue que el constante y fuerte viento que azota el lugar, sumado a los procesos naturales de erosión a través del tiempo, provocan desprendimientos de rocas que quedan detenidas por algún motivo en las faldas o salientes de los cerros. Las que caerán por la fuerza de gravedad en algún momento. Coincidentemente, ese día, en cosa de segundos pasaron corriendo por el lugar dos guanacos y no pasó nada. Pasé yo y se hizo presente la fuerza de gravedad. Fin del asunto. Pero continúa la historia.
El Pirámide, la grandeza y equilibrio de una grande
Con más calma que antes, dispuse mis energías en observar mi otro objetivo, el Pirámide. De menor pendiente que el anterior, presentaba en sus laderas alfombras de rocas planas de distintos tamaños y de variado colorido: rojizas, verdes, marrón, grises, o azuladas, entre otros matices. Intenté subir caminando un trayecto, pero las zancadas de carrera explotaron espontáneamente hacia la cumbre y a cada pisada escuchaba un crujir casi armonioso de piedras. Por alguna razón desconocida me sentía confiado en este cerro. Diría que fue casi familiar. Por instantes y a medida que me acercaba a la cúspide recordé mis correrías en los cerros de Asturias, ya que identificaba cierta similitud. Así, en aproximados diez minutos me localizaba en la parte más alta del el, desde donde podía ver absolutamente toda la ribera Argentina del Lago General Carrera. Hacia el norte apreciaba en su totalidad la zona de Palavicini, las cordilleras que separan Coyhaique de Puerto Ibáñez, y casi podía hablar de tu a tu con las afiladas y altas cuchillas del Cerro Castillo. Hacia el sur y muy próximas a donde estaba situado, descollaban enormes y hermosas formaciones rocosas, las que al contemplarlas me causaban preguntarme o cuestionarme su origen terrenal. También alcancé a divisar las cordilleras de la Reserva Jeinimeni, las que crucé caminando con mi padre cuando recién me comenzaba a salir bigote y ni hablar de barba. Otro avistamiento de esa dirección fue el Pico Sur, el que será -Dios mediante- uno de mis próximos desafíos para conquistar corriendo.
Pecaría de impreciso señalar la hora exacta que hice cumbre en el Pirámide o el tiempo que permanecí contemplando al detalle cuanto fenómeno llamó mi atención, haya sido cercano o lejano. Si puedo precisar que me acordé de Cristófolo Colombo, mal llamado Colón, pues desde este cerro se ve la curvatura de la tierra en su máxima expresión. También puedo afirmar con certeza que ya sea por mi pañuelo de bandera de confederado que uso en la cabeza, o bien por gracia de la naturaleza, en un abrir y cerrar de ojos pasó volando frente a mi un cóndor hembra que venía a rematar con júbilo las expectativas de mi expedición. Prácticamente había visto volar a altura a tres ejemplares cuando recién iniciaba el ascenso al Picacho, pero como suele ocurrir en estos casos, el imán de la curiosidad cautiva a estos animales, sobre todo con prendas color rojo.
Al bajar al valle, nuevamente fui recibido por los guanacos y sus relinchos, aunque estimo sintieron que no tenía interés en ellos y luego se callaron. En dirección este baje rodeando el Pirámide hasta llegar a un manantial del cual brotaba un agua pura y cristalina. Mientras bebía y llenaba las caramayolas analizaba la belleza escénica de todo este valle, sus cerros espigados y casi plantados uno al lado del otro, el silencio imperante quebrado sólo por los relinchos o el sonido del diminuto afluente del manantial. Pensaba también en los motivos para vivir lejos de los montes patagónicos, y en lo caprichoso y feliz que sería vivir allí, corriendo y sintiendo como la brisa y viento acarician y trizan la frente, como lo hacen desde tiempos milenarios con el Picacho y el Pirámide.
Así, antes que me invadiera la nostalgia, me despedí de los cerros y a las diecinueve quince exactamente comenzaba a correr, descendiendo por valles y cerros menos desconocidos que antes, intentando aprovechar al máximo las casi tres horas de luz que me quedaban.
Como era de esperar, el hambre se presentó galopando, obligándome a detenerme a comer los dulces y azulados calafates en varias ocasiones. Aunque para mi buena fortuna, logré llegar a la carretera a las nueve veinte de la noche, sintiendo eso si, los primeros dolores de la jornada, que se manifestaban principalmente en pinchaduras y rasgaduras en piernas y brazos. «Pero bueno, era lo esperable: las matas y arbustos no se iban a hacer a una lado para que yo pase corriendo, ni mucho menos las cientos de pimpinelas dejarían de clavarse en mis piernas o medias».
Asumiendo los costos y disfrutando de un suave trote por el camino que cruza las oscuras chacras de Chile Chico, a las diez quince de la noche llegaba a casa y concluía así una expedición de casi doce horas, de características irrepetibles en lo individual, pero que espero sea inspiradora para otros deseosos de vivir experiencias en la Patagonia, ya que tranquear como un tehuelche definitivamente agiliza sentidos, potencia habilidades y complementa el espíritu.
Texto y fotos: Rodrigo Antonio Panichine Flores, Periodista y corredor del equipo Tranco Tehuelche.