Siete años sin tomar vacaciones es mucho tiempo. Tal vez demasiado. Y siendo un viajero incansable, ese período me pareció una eternidad. Por ese motivo, cuando en julio me propusieron intentar ascender el Aconcagua, no lo dudé ni un segundo. Nunca había hecho algo así, pero la idea me apasionó.
A los pocos días de decidir nuestra expedición al Aconcagua nos reunimos con quien sería nuestro guía de montaña, que nos entregó toda la información necesaria y fechas estimativas de la expedición.
Si bien hacía unos meses que había retomado el gimnasio, decidí encarar un plan de preparación más exigente.
A mediados de diciembre hicimos una escapada relámpago a Mendoza, que para mi, ya era el principio de la aventura al Aconcagua. En esa oportunidad escalamos el cerro Santa Elena.
El miércoles 7 de enero, partimos desde la terminal de Retiro hacia la ciudad de Mendoza, cargando todo nuestro equipo, que realmente era mucho.
Apenas llegamos, fuimos a la Dirección Provincial de Turismo, para tramitar los Permisos de ascenso.
Por la tarde salimos hacia Puente del Inca. Llegamos a nuestro destino a última hora de la tarde.
Durante tres días hicimos caminatas para ir aclimatándonos. Y tuvimos la suerte de ver el paso de los competidores del Rally Dakkar, que se dirigían a Chile.
La tarde anterior a nuestro ingreso al Parque, recibimos la noticia de la tragedia de Campanini y su grupo. Eso nos hizo reflexionar sobre los riesgos que íbamos a correr.
Y finalmente, llegó el día. Podría decirse que en ese momento iniciábamos en forma efectiva el ascenso al Aconcagua. Fue el domingo 11 de enero. Muy temprano, hicimos el Check-in en el Guardaparque.
En algo menos de tres horas, pasamos por la Laguna Horcones, el puente colgante y llegamos al campamento Confluencia, donde hicimos noche.
Al día siguiente, empezamos la travesía hacia Plaza de Mulas. Fueron nueve horas de marcha con solo tres paradas.
Dejamos atrás Las Veguitas, Piedra Grande, la interminable Playa Ancha, Piedra Ibáñez, las ruinas del Refugio Colombia y la Cuesta Brava.
Si Confluencia nos había parecido un gran campamento, Plaza de Mulas era una verdadera ciudad de carpas.
Armamos nuestro campamento y nos fuimos a dormir temprano. La caminata había sido agotadora.
Durante siete días estuvimos aclimatando y preparándonos para atacar la cumbre.
En ese tiempo hicimos varios trekkings, practicamos el uso del equipo en el hielo, y sobre todo entablamos buenas amistades. Tanto con andinistas argentinos como con otros extranjeros.
En nuestras caminatas llegamos al Hotel Refugio Plaza de Mulas, Piedra Conway, y el Refugio Militar.
Durante el período que pasamos en el campamento base, diariamente nos hacíamos chequeos en el Servicio Médico. Mi tensión arterial estaba siempre un poco elevada, por lo que me medicaron.
Llegado el día en que partiríamos hacia Nido de Cóndores, y desde allí atacar la cumbre, los médicos me aconsejaron no ascender por más allá de los 5.500 msnm, con lo que mi expectativa de llegar a la cumbre se vio frustrada.
Antes del mediodía, mi compañera de expedición y nuestro guía prepararon su equipo. Yo los acompañaría hasta «Cambio de pendiente», a unos 5.500 msnm.
Salimos en silencio. Yo iba lamentando mi mala suerte. Cuando alcanzamos el punto de mi regreso nos despedimos. Bajé llorando todo el trayecto. Eran muchas las cosas que pasaban por mi cabeza.
Por la tarde, al concurrir nuevamente al control médico, y dado que mi presión arterial se había normalizado, me autorizaron a ascender. Pero ya era tarde. Ya no podía hacerlo.
Habíamos enviado con un porteador víveres para solo dos personas hasta Nido de Cóndores, y ya no tenía tiempo para alcanzar a mis compañeros.
Esa tarde, y ante el consejo de varios andinistas y de uno de los médicos del Parque, decidí que al día siguiente atacaría la cumbre del Cerro Bonete, de 5.200 msnm.
Me acosté muy temprano, imaginando a mis amigos, ya listos a asaltar la cima del Aconcagua en pocas horas.
A las 8.30, antes que el sol se asomara sobre el Aconcagua, me levanté. Un par de montañistas italianos, que habían armado su carpa cerca de la nuestra, me preguntaron si podían acompañarme. Acepté de inmediato, ya que prefería no escalar solo.
Cerca de las 10, salimos a muy buen ritmo. Yo no conocía el camino, pero tenía muchas referencias, había cargado los waypoints en mi GPS y sabía que muchos andinistas van a diario al Cerro Bonete a modo de entrenamiento.
En tres horas llegamos a la cumbre. Pero mi mente estaba del otro lado del valle. Pensando en el Aconcagua.
Podría decir que no disfruté de la cumbre, ni de los paisajes que tenía a mi vista. Que eran fantásticos.
Esa cima, era solo un premio consuelo.
En menos de dos horas descendí y llegué a Plaza de Mulas.
No había pasado media hora de mi llegada, cuando los vi venir caminando a mi compañera y a nuestro guía. Eso podía significar una sola cosa. No habían podido hacer cumbre. Me apenó mucho eso.
En minutos nos pusimos al tanto de lo que les había sucedido, y lo que yo había hecho.
Un temporal de nieve los tuvo a mal traer y el frío les jugó una mala pasada. En ese mismo instante decidimos que el año próximo volveremos a intentarlo.
Como decimos los montañistas. «El cerro siempre va a estar allí». La próxima temporada, ya tendremos nuestra revancha.
Jorge Velázquez