Texto: María Virginia Bertetti
Fotografías: Fernando Mattevi
Hace ya un tiempo que comencé a tomarle el gusto a recorrer algunos lugares que ya no lo son. Viejas ciudades que el tiempo borró, o que las condiciones climáticas, estructurales o de la índole que fuese, se esmeraron en sacarlas de los mapas y recuerdos.
Hay muchos más pueblos ocultos y dormidos de lo que en realidad se cree. Muchos de ellos tienen una muerte en común, la que paradójicamente posibilita la vida: el agua. Arrastrando todo a su paso, borroneando historias y caseríos con su fuerza implacable, lentamente fue trastornando caprichosamente (y otras a causa de políticas de Estado) los dameros antiguamente establecidos.
Uno de estos ejemplos lo podemos encontrar casi a la vera de la ruta 33, esa que pacientemente une el Puerto de Rosario con su socio de Bahía Blanca. Bien cerca de Carhué se encontraba la Villa de Epecuén, lugar más bien destinado al turismo y la recreación. Zona de lagunas (que en mapuche se llaman lauquen o laufquen, por eso ese nombre se repite insistentemente en la región) desde sus inicios tuvo fecha de vencimiento. En noviembre de 1985 el agua lo inundó todo. Sus gentes ahora son vecinos nuevamente, pero con dirección en la ciudad de Pigüé. Hoy el horizonte del lago Epecuén muestra una fantasmal vista de lo que ya no es…
Siguiendo con relatos del agua, si nos adentramos en la ruta 14, esa que cruza el litoral con un arrullo de chamamé en sus entrañas, nos encontramos con una ciudad de Maqueta. Meca de arquitectos, periodistas, sociólogos y demás buscavidas, allá por los años 70. La Nueva Federación tiene una larga historia. Es la ciudad de las tres fundaciones, inquieta por naturaleza, y con el desarraigo mordiéndole los talones. Bautizada de gurrumina como Mandisoví allá por 1777, el prolífico Don Justo José de Urquiza ordenó la primera mudanza y las compañías de fletes marcaron su primer hito comercial en esta curva del río Uruguay.
Federación se acomodaba a una nueva historia, forjando sueños y creciendo lentamente. Pero una nueva mudanza esperaba en el camino. Allá por los años cuarenta, los gobiernos argentino y uruguayo pactaron la creación conjunta de una represa a unos kilómetros al norte de Concordia. Sería con el paso de los años y del trabajo de muchos entrerrianos lo que actualmente se conoce como la Represa de Salto Grande, uno de los pasos que nos unen con la nación charrúa. Lo que estaba casi implícito, era que algunas regiones serían tapadas por el agua. Entre ellas, la por entonces localización de Federación.
Hasta entrados los setenta nada pasó, la relocalización seguía siendo un fantasma poco probable. Pero había llegado la hora, con plebiscito incluido, el pueblo decidió donde se mudaría, y optó por la opción más cercana, algo así como el barrio de enfrente. En dos años se construyó una nueva ciudad, se tasaron las casas y se estableció una rutina de una manzana por semana moviendo bártulos de acá para allá. Varios años más tuvieron que esperar para que un tímido pastito comenzara a colorear un poco la nueva villa. Actualmente, muchos recuerdan esos día agitados de 1979, ultima fundación de una ciudad que resiste, y que hoy, paradójicamente, vuelve a poner sus ilusiones en el agua, con sus famosas termas.
La Vieja Federación, fue arrasada por los tanques, inundada y despojada. Hoy es solo un paseo turístico, con historias de aparecidos y retobados. Pararse en el puente que conecta el paso con el presente de un modo más que gráfico es una experiencia que sacude hasta al más nómade de los nómades.
Por último, y para no aburrir al desprevenido que posó sus ojos en estas letras sobre ciudades fantasmas, podemos hablar de Cayastá, en la ruta provincial 1, la costera, la de las chacras y los secaderos de maní. A unas pocas cuadras de la actual ciudad, nos encontramos con las ruinas de lo que ahora se da a llamar Santa Fe, la vieja. La ciudad dormida, abandonada por sus habitantes en búsqueda de mejores terrenos, hoy el río San Javier ya se llevó la mitad, cortándola en una precisa diagonal. Muchas iglesias para poco pueblo, cada una de ellas guardó durante siglos un corazón lleno de huesos. Hasta que comenzaron las excavaciones cuando hasta el mismo pueblo se aprestó a curiosear. Y ahí aparecieron…
Estaban pasando la siesta de los siglos, mirando eternamente a un altar ya mudo. Con sus lechos a pedido, con sus seres más queridos. Pero hoy, copias fieles en cemento ocupan su espacio. Un habitación especial para ellos protege sus despojos. Son los restos de los primeros vecinos, esos que llegaron hace tanto ya, buscando una historia. Aquellos que tenían derecho de hasta cinco esclavos por cabeza y que hoy ni siquiera la logran mantener pegada decentemente a sus cuellos. Cráneos de cemento nos cuentan una historia, esa de los primeros años de lo que sería esta provincia.
Otra ciudad dormida, una de tantas, que iré sumando a estas historias de los caminos.