Carrera al Cerro Huemules
Donde la luna susurra a los valles Patagónicos de Aysén
Texto e imágenes: Rodrigo Antonio Panichine Flores, Periodista, corredor de montaña del equipo Tranko Tehuelche.
A mi lectora de Toscana.
Antes de correr al Huemules, pensaba que al hacerlo, escribiría una renovada nota de cata sobre mí existencia en la Patagonia de Aysén. Volvería a ver huemules después de 25 años, correría hacia el sur, que es el punto cardinal de mi pasado, presente y futuro; intentaría buscar una flor de montaña, y tomaría fotos a la segunda luna llena del mes de mayo. Adicionalmente, durante mis aprontes a esta expedición, me impuse resistir al máximo la fría escarcha que comenzaba a caer en el sector.
Recuerdo con certeza que salí una mañana a las 11:30, cuando las calles de Coyhaique estaban teñidas de blanco y mis zancadas crujían como si aplastara huevos. Por ello mi trote fue lento. Temía resbalarme mientras descendía por el asfalto. Sobre mí espalda cargaba la pequeña e imbatible mochila Salomon Revo, portando tres Súper 8, dos Negritas, dos caramayolas con jugo de piña y naranja, e irónicamente llevaba una petaca con pisco peruano.
Durante los primeros 20 minutos logré adaptarme y tolerar la helada. Al cruzarme con un viejecito ebrio pensé que si él andaba feliz con 11 grados bajo cero yo también podría hacerlo. Tanto así que en el puente del Rio Blanco me quité la parca y el pantalón de buzo, pero la resistencia a la escarcha se desvaneció en menos de doscientos metros. Sencillamente me entumí de pies a cabeza.
Volví a cubrirme, apuré el tranco e ignoré perros curiosos y roscos que salían a «torearme», pues estaba compenetrado en mis objetivos. Intenté darme valor recordando héroes nacionales, considerando aquellas voces charlatanas que aseguran «el frío es psicológico». De esta forma, silbé Los Viejos Estandartes y pronto asomaron en mi conciencia nombres de chilenos bravos y consecuentes con su tiempo, como Caupolicán, Lautaro, Galvarino, O´Higgins, Carrera, Rodríguez, Bulnes, y también los 77 mártires de la Concepción. Ellos potenciaron mí animosidad, pero el frío continuaba quemando, cuando ya era medio día.
Bordeando el río
Por momentos mi nariz las pasó muy mal, sentía como si fuera a quebrarse. Al acercarme a la zona del río intenté respirar por la boca, pero para colmo de males surgió una dolorosa molestia en mi muela derecha, haciéndome reír y recordar a mi dentista Don Ricardo, a quien suelo decirle «tape con acero o plomo, a la antigua, la sonrisa honesta vale más que amalgamas de oro o platino.
Cuando divisé el puente sentí alivio, pues según los datos que me había dado «mi gancho» Ricardo Orellana, desde allí restaban sólo 4 o 5 km. hasta el Huemules. Curiosamente, este tramo fue el más difícil para cubrirlo, pues el camino y sus bordes estaban cubiertos de pozas y barro escarchado, obligándome a correr a los brincos sobre superficies ásperas, las que brindaban excelente tracción a mis Montrail.
Luego mantuve un ritmo tranquilizador e hice un paneo a los cerros que comenzaban a mostrarse, identificando primero el Huemules y posteriormente el Cordillerano. De pronto, sentí que algo me observaba y en el acto clavé los ojos al costado derecho, descubriendo que era una yegua tobiana, a la cual dije «che bonita, voy apurado pero al regreso te tomaré algunas fotos».
Continúe desplazándome, sintiendo en el rostro la calidez de un sol egoísta que mantenía sus rayos encajonados en ese valle.
Más tarde, al final del camino, di con una huella barrosa que conducía a una loma, la que subí brincando como cabra de monte hasta llegar al refugio de Conaf. Allí fui recibido por Rody, el guardaparques, quien me describió las zonas donde podría encontrar huemules y aquellas riesgosas para ascender. Por mi parte, le expliqué que deseaba subir y descubrir algunas cosas por mis propios ojos, asegurándole que tenía entrenamiento para ello, y comprometiéndome a descender a las 15:30 horas, «corriendo o rodando».
Resguardado por Quilas y Coihues
Desde este punto, combinando pasos de buey en huella corrediza y trancos de huemul en roca firme, en casi 45 minutos llegué desde los faldeos a los pies del cerro Humules. Constaté lo mencionado por Rody, sobre la existencia de rodados permanentes, los que caían cada 3 o 5 minutos desde distintas cumbres. Ante ello opté por recorrer lateralmente el cerro, resguardándome entre Quilas y Coihues cada vez que escuchaba estremecerse el silencio.
Pese a lo anterior, hice varias tomas fotográficas, descansé contemplando el hermoso valle otoñal del E y el cerro Cono Negro, mal llamado Panguilemu, situado al O. Cerré mis ojos para sentir los huemules que sé vigilaban mis pasos, al reincorporarme, descendí calmadamente sobre las pisadas de éstos milenarios tranqueadores de montaña. De pronto, oí un escape raudo entre las ramas y contuve las ansias por correr tras ello. Luego, descubrí en ese lugar una planta de solemnes colores, quebrada y pisoteada por un ser de negros cabellos, cuyos ojos nunca vi, pero hubiese deseado agradecerle «el presente místico que acababa de brindarme».
Continué descendiendo, impresionándome con la diversidad de capas que exhibe éste este cerro, la bravura de los Coligues que se aferraban a la altura, y también por la cantidad de Nalcas deshidratadas en el suelo, cuyos tallos y láminas comenzaban a desvanecerse para enriquecer los ciclos biológicos de éstos ecosistemas patagónicos.
La luna habla por sí sola
Al reencontrarme con el guardaparques, salpicamos conversaciones de distintos ámbitos. Vinculó mi nombre al Lago General Carrera, a unos profesores que les habían hecho clase a sus padres, también me habló de su joven familia y que en pocas horas más regresaba a casa, ofreciendo llevarme hasta Coyhaique. Mientras esto ocurría aparecieron 3 huemules por la cara NO del cerro, hecho que me hizo reír, acordarme de Dios y volver a pensar en el último objetivo.
Comenzaba a caer el frío de montaña y no podía esperar a las 17:00 horas para ver aparecer la luna. Por ello acordé con Rody que correría los 17 km. de regreso, y sí en el trayecto me encontraba aceptaría su ofrecimiento. Luego me lancé loma abajo a toda prisa. Mis zancadas se tornaron erráticas algunas veces, pero confiaba que pronto estaría dando trancos de tehuelche entre huellas, caminos ripiados, barro, pasto y escarcha. Más tarde, cuando eran las 16:30 horas, se presentó la luna llena, iluminando un oscuro y profundo valle, como recreando la esperanza después de una noche de llanto.
Estaba hecho. Los cinco objetivos cumplidos. Había corrido hermanado con un río, montañas, animales, escarcha y un sol egoísta. La luna habla por sí sola.
Rodrigo Antonio Panichine Flores para NOTICIAS OUTDOOR