Rodrigo Antonio Panichine Flores, Periodista, corredor de montaña.
Ecos del cruce de la Leona junto a mi padre, allá en la Patagonia de Aysén
Aquel verano del 86 los tres hijos partíamos a darle media vuelta al lago General Carrera, y regresaríamos por el Cañadón de la Leona. Serían 340 km. Sin embargo, sorpresivamente el plan se modificó y mi hermano Leonardo (15) y Marcelo (11) se quedaban en Chile Chico y sólo yo partiría.
Así, una nublada mañana zarpamos en la barcaza El Pilchero rumbo a Mallín Grande. Rememorando el viaje, el lago se portó como carajillo. Sus olas salpicaban sobre la cubierta, mojando camiones y autos, obligando al gentío a refugiarse en el interior. Según mi papá era mejor quedamos debajo de un camión, nos mojábamos un poco, pero no mareaba. Tenía razón. Al rato me convidó unos huevos cocidos y pan casero, y mientras nos servíamos me mostró la costa de Fachinal y el desfiladero Paso las Llaves, el que en tiempos de mi abuelo se cruzaba con el caballo a tiro para evitar desbarrancarse y caer al lago. Recuerdo además que señaló alegremente las islas Panichini, las que en el pasado fueron un crisol de anécdotas y sacrificios de nuestra familia.
Llegados a Mallín Grande caminamos hasta Puerto Guadal por una ruta novedosa, pues a cada paso iba conociendo y reconociendo especies nativas como los bosques de Coihues y Lengas, el particular canto de la Guala, el curioso Martín Pescador y el empeñoso Pájaro Carpintero que picoteaba los palos.
Al siguiente día, desde Guadal nos trasladamos en una camioneta al poblado de Cochrane, arrumbados entre verduras, abarrotes y botellas de bencina. Tenía borrado este episodio, pero mi padre me lo recordó con mayor precisión. El olor a combustible me mareó como si hubiese hecho un vuelo en los antiguos aviones DC 10 que antes cruzaban la Patagonia. Inolvidable si fueron los colores que visualicé del río Baker. Tonos que jugaban caprichosamente entre azules y verdes, mimetizándose con la exuberante vegetación.
El río Baker, un caudal de experiencias heredables en el tiempo
Llegados a Cochrane, pasamos algunos días en casa de la tia Candelaria, planificando la marcha a tres objetivos principales: los huemules, las pinturas rupestres y la Leona. Para ello, mi padre organizó en mapa y en su cabeza cada paso que daríamos. Recopiló información sobre distancias, huellas de animales, formas y colores de cerros, casas de lugareños, pasos bajos de ríos y sin ser cocinero le acertó a la dieta apropiada para mantenernos con energía, cuya base fue carne y harina tostada. Ningún dato fue inservible. Cero improvisación. Así aprendí a planificar mis trancos en el monte, y a interpretar cabalmente los datos.
Durante estos días me llevó a conocer el Baker, el más caudaloso de Chile. Yendo en la carrocería de una camioneta, a unos cuatro kilómetros de distancia se escuchaba el tronar de sus aguas. Era impresionante. Lo vi correr con potencia y majestuosidad. Lo crucé en balsa, corrí bordeando sus brazos, lancé piedras a sus aguas y también a patos y caiquenes que lo poblaban. Aquí, sobre y al borde de sus aguas, aprendí que el agua es vida, y que mi padre me estaba regalando una experiencia heredable en el tiempo.
Los huemules de la Reserva el Tamango, mansos testigos de la evolución
Aquí ejecutaban un proyecto pionero para preservar 14 ejemplares de huemúl. Algunos tenían collares de monitoreo y otros mantenían su condición natural, sobre todo los jóvenes y las crías. El encargado de su cuidado era un ex comando, apodado Pepito Inostroza, quien como anfitrión nos condujo al primer avistamiento. Fue un momento inolvidable. Como adolescente traté de dimensionar semejante dicha, pues conocía los dos símbolos del escudo nacional. Luego, la quietud del lugar, la confianza y aceptación hacia nuestra presencia me llevó a sentir amistad, olores a fruta de ciruelillo y frutilla silvestre, a pasto y tierra húmeda pisada desde tiempos inmemorables sólo por especies nativas.
Tranqueando entre aleros tehuelches y la Leona
Salimos caminando de Cochrane rumbo a la entrada Baker y luego proseguimos a la Estancia Valle Chacabuco. A llegar, el encargado nos brindó una comida que él mismo describió pantanosa, llamándola Puchero Gaucho. A la mañana siguiente nos adentramos en las pampas, entre lagunas, cerros, ventarrones y guanacos. Mi padre supo conducirme al punto exacto donde estaban unas magníficas pinturas rupestres, expuestas en una piedra con forma de espolón de barco.
Posteriormente comenzamos el tranco al Cañadón de la Leona. Con paso lento fuimos descubriendo el colorido veraniego de la montaña flanqueada por cerros binacionales. Sólo voltee a mirar atrás una vez, y mi impresión fue de estar muy alto, como arriba de un avión. Al volver la mirada al frente me sentí diminuto. Preguntaba que haríamos si nos «atajaba un puma». Afinaba el ojo cuando la huella se perdía entre rocas o después de un río. Mi padre preguntaba muy baquiano «dígame gancho, para donde agarramos». Aprendía rápido y «quedaba compadrito», aunque ello no evitó desbarrancarme y caer entre unas raíces hasta dar al río.
Al día siguiente, en la correntada me percaté que comenzábamos a bajar. Estábamos cerca de la Laguna Jeinimeni. Pero las horas pasaban y los valles eran interminables, lo cual a ratos me colmaba, sobre todo ante la necesidad reiterada de sacarme las zapatillas y los pantalones para cruzar el río. En virtud de esto, en algún momento me dispuse a saltar entre las rocas que servían de pisaderas. Todo anduvo bien en algunos cruces hasta que en un sector de arroyuelos más correntosos y anchos, di un extenso brinco sin lograr hacer pie en la roca y caí a un posón, del que me socorrió mi padre. Literalmente «me salvó de las aguas», pues pese a mis intensiones por reincorporarme el peso de la mochila, la corriente y el susto conjuraron para ahogarme. Al salir de esa situación recuerdo haber llorado sobre el hombre de mi papá como un niño y cuando quise andar descubrí que estaba cojo y que una protuberancia azul emergía bajo mi rodilla.
Hoy, veinte y dos años más tarde asumo que sentí alivio al salir del Cañadón. Confieso que estimé una obligación mantener en secreto por muchos años la descripción y localización de cuevas, ríos, y posones, los que estaban colmados de pejerreyes y salmones, pues salí de este cañadón no sólo como explorador de la naturaleza, sino sintiéndome parte de ella. Sobre todo, mientras rememoro y escribo estas líneas, siento un «cerro de gratitud» hacia mi padre, por enseñarme a apreciar la vida, desde el sublime eco hasta en la inmensidad de las montañas, allá en mi tierra, en la Patagonia.