Desde la llegada de la ausente primavera anhelaba correr más de 60 km, en ripio o sendero de monte. Para ello me propuse cubrir el trayecto que va desde Pucón hasta la Reserva Nacional Huerquehue. Al consultar en CONAF sobre este lugar, el funcionario José Espinoza me indicó que poseía una geografía y senderos ideales para una expedición por el día.
Sin embargo, la madrugada antes de mi partida uno de mis perros comenzó con una tos crónica que afectó mí ánimo. Intenté minimizarlo, pero el desvelo me convenció que aquel sábado Ruso era la prioridad. Así, luego del visitar al veterinario y obtener un diagnóstico tranquilizador, el sol se presentó reluciente en Temuco, y de inmediato organicé la mochila para mi carrera. Las infaltables Negritas, unos Super 8, el par de caramayolas con jugo Sprim, más un sándwich de carne de chanchito, aliñado con sal, orégano y merquén. “Riquísimo”. Seguidamente, preparé unos Fetuccini con salsa de mariscos, devoré dos platachos y quedé satisfecho para dormir y soñar con mi carrera.
Al llegar la mañana del domingo de pronto sentí algo de angustia, por darle una calificación elegante al estado que me provocó el transporte público, que era escaso, lento y con horarios flexibles. Pese a ello logré subirme a un bus que me llevó desde Temuco a Pucón, restándole 2 horas a mi plan. Por ello, la moraleja que repetía sentado frente al baño era “nunca más un domingo…..”.
El primer tramo, entre montañas y ríos
Luego de dar aviso en la comisaría local, llamé a mi padre para darle algunos detalles de mi expedición, e instantes posteriores, exactamente a las 11:20, tranqueaba por la avenida principal alejándome de Pucón, dispuesto a alcanzar los primeros puntos de referencia, que eran: el Puente Quelhue (km 7), El Cristo (km 18) y la bifurcación (km 19).
Al atravesar un angosto camino de parcelas llegué al mencionado puente, por el cual crucé las correntosas aguas del Río Trancura, las que entiendo desembocan en el Lago Villarrica. Luego proseguí rumbeando a la derecha, flanqueado entre un cordón montañoso y el Río Liucura, el que asomaba sus verdosas aguas entre el follaje de los árboles. Debo mencionar que este tramo me brindaba armonía y silencio. El aire era húmedo y olorosamente agradable. Recuerdo por ejemplo, haber visto el reloj sin prestar atención a la hora. O bien ir corriendo y mirando pequeños hilitos de agua que salpicaban de lo alto de la montaña, los que aparentemente se perdían en el valle o quizás corrían escondidos bajo tierra hasta llegar al Liucura. Consulté esta presunción al Doctor en Suelos Juan Carlos Ramírez Flores, quien me la corroboró aduciendo que lo que allí se producía era el proceso de infiltración.
Los encuentros
Al irse estrechando el camino, el trote entre montaña y río activaba más y más mis sentidos. Era como ver presurosamente las acuarelas de Tillería, quien colorea la evocativa Patagonia de Aysén.
Así fue como luego de sobrepasar la primera pendiente, de sopetón descubrí que era observado por el típico pájaro que anuncia la muerte. Sin vueltas le dije “pajarito, el cielo puede esperar, saluda a tus jefes y a mis difuntos en mi nombre”. Le tomé una foto y emprendió el vuelo canturreando en la misma dirección a la cual yo me dirigía.
Posteriormente, al bajar e internarme en una zona boscosa me encontré con una pareja de ciclistas, quienes expresaron que faltaba bastante para llegar al Cristo. Por lo tanto, continué corriendo y haciendo fotos en movimiento, pretendiendo captar el colorido del río que a ratos se dejaba ver. Cuando por fin salí al valle, divisé a otro corredor que venía en sentido contrario, y de la nada aparecieron tres perros que corrieron ladrando a mi encuentro. Al oír los llamados y silbidos del amo me percaté que se trataba de una joven gringa, de ojos celestes como el cielo y semblante risueño, quien además corría con jeans y zapatos. Pese a que los benditos perros imposibilitaron la interacción, quedé bastante alegre con su angelical encuentro.
Luego, pocos metros adelante comenzó la jugarreta de la perspectiva, donde un volcán nevado aparecía y desaparecía de mi vista. Mientras escribo estas líneas y veo las fotos del cerro no deja de sorprenderme la pinta imponente que hoy muestra. “Y pensar que el 12 de junio pasado, cuando aún no estaba nevado subí corriendo a su cima, hecho que marcó para siempre mi condición física”. Para cortar el jueguito del suspenso, le informo estimado lector que el cerro referido es Nevados de Sollipulli.
Afortunadamente, en esta ocasión el Sollipulli no estropeó mi salud, más bien hizo una gauchada entregándome indicios del tiempo que venía, pues si bien en su localización estaba despejado, en la zona aledaña al NO comenzaba a nublarse. En virtud de ello, proseguí avanzando, pero llegando a El Cristo desvié mi curso al Lago Caburga, y no a la Reserva Huerquehue.
Lago Caburga
A medida que tranqueaba rumbo al lago, comencé a escuchar como bramaba una blanca correntada que bajaba entre una zona boscosa pegada al camino. Ello me hizo recordar al mayor bramador que tenemos allá en Patagonia de Aysén, al río Baker, el que recomiendo visitarlo a todos los ciudadanos del mundo, sobre todo a padres que quieran enseñarles a sus hijos “valor desde la humildad”.
Mí primera visita al Caburga tuvo su momento divertido, pues pese a que paulatinamente el día se nublaba, el ánimo de los paseantes era chispeante. Así, al preguntar a unos desconocidos ¿podré subir a ese cerro a tomar fotografías? en el acto uno me respondió “y si pibe, metele para arriba, yo te acompañaría pero estoy esperando que mi amigo termine de explicarle a los señores la diferencia entre la carne de cordero chileno y el argentino”.
Luego, sin preámbulos fui trepando cuesta arriba, arañando la tierra y de rama en rama, hasta llegar a media falda del cerro. Mí objetivo era fotografiar el Caburga y también el Lago Colico, pero el zumbido y presencia de unas Chaquetas Amarillas me hicieron desistir, pues “una cosa es la aventura y otra distinta es la mordida de estos bichos”. Por lo tanto, ante lo inminente me pareció que “arrancar no es cobardía” o “Juan Segura vivió muchos años”. Como quiera llamársele.
De todas formas, aproveché estar situado a medio cerro para contemplar la belleza de este lago de montaña, y de vez en cuando observar curiosas lagartijas que vencían sus instintos y se acercaban confiadamente a posar. Definitivamente esto fue una experiencia “jurásica”.
Finalmente, mi regreso tuvo largos instantes de auto evaluación, acto conciente que hace más llevadero correr por carretera, aún cuando igual voy procesando el entorno. De hecho, a mitad de camino encontré revolviéndose en el asfalto un insecto de estructura atlética, el que presumo podía volaba a gran velocidad. Pero bueno, esto podría ser otra historia.
Texto y fotos, por Rodrigo Antonio Panichine Flores, Periodista y corredor
Para NoticiasOutdoor